En el primer cuarto del siglo 19, al comenzar el auge de la Primera Revolución Industrial, se extendió la creencia de que la Humanidad había ingresado en una etapa de progreso indetenible.
Los registros estadísticos –sobre todo los Blue books , que Karl Marx analizaba obsesivamente en la histórica sala de lectura del British Museum– avalaban esa creencia. La econometría pareció dar un salto de gigante en la cuarta década del siglo 20, cuando en plena recesión mundial y a pedido del Congreso de los Estados Unidos, el economista Simon Kuznets elaboró el índice del producto interno bruto (PIB, 1932), que desde entonces es utilizado para medir el crecimiento, el estancamiento y la recesión de las economías.
Kuznets advirtió a los congresistas que "el bienestar de un país no puede ser deducido de la medida del rédito nacional". Pero, en contra de esa advertencia, el PIB fue de inmediato adoptado en todo el mundo como la medida exacta del avance (o caída) de un país.
El lado negativo. El tiempo dio la razón a Kuznets. Los llamados milagros económicos de la segunda posguerra y el fantástico crecimiento actual de China confirmaron en plenitud sus prevenciones. Los constantes índices de dos dígitos anuales de expansión no toman en consideración la feroz contaminación ambiental ni el hecho de que el 60 por ciento de las grandes ciudades chinas padecen graves problemas de suministro de agua potable, entre otros excesos y carencias que disminuyen la calidad de vida.
Peor aun, la manipulación del PIB suele servir a los gobiernos para ocultar que la economía ha entrado en crisis y los tecnócratas la cubren bajo el manto de expresiones como "crecimiento negativo" o "rentabilidad negativa", que es la apoteosis del oxímoron aplicado a las ciencias económicas. Y hacen algo peor: toman el PIB como una especie de deporte; cotejan de año en año los récords positivos o negativos y se desinteresan por completo del precio ecológico que se paga, en particular en el agotamiento de recursos naturales.
El primer país en tomar en serio el problema fue precisamente China. En 2004, el primer ministro Wen Jiabao anunció el uso del "PIB verde" como indicador económico de su país. Para determinarlo, se resta del volumen total del PIB el costo de los recursos naturales, el impacto sobre el medio ambiente y entonces se determina la real calidad del incremento y la velocidad del desarrollo económico sostenible.
El primer informe fue publicado en 2006. Las pérdidas económicas causadas por la contaminación fueron de 511.800 millones de yuanes (66.300 millones de dólares), el 3,05 por ciento de la economía china. Desde entonces, se canceló la difusión del "PIB verde".
A fines del siglo 19, inteligencias sensibles advertían acerca del riesgo de un crecimiento incontrolado. Por entonces, se hablaba de Madre Naturaleza y no de ecosistemas. El estadounidense Henri David Thoreau (1817-1862), el genial ruso Lev Tolstoi (1828-1910) y el inglés John Ruskin (1819-1900) alertaban acerca del elevado costo humano y natural que causaría un crecimiento devastador. El economista y matemático inglés William Stanley Jevons (1835-1882) elaboró por esos años la famosa paradoja que lleva su nombre: "Todo progreso técnico, toda mejora de productividad, en vez de reducir el consumo de materias primas y energéticas conducirá, por lo contrario, a un mayor consumo". Esas intuiciones tuvieron sus primeros teóricos en el francés Serge Latouche (1940) y el rumano Nicholas Georgescu-Roegen (1906-1994). Sus estudios e investigaciones inauguraron la corriente del decrecimiento, que propugna una disminución controlada de la producción económica y del consumo que permita respetar el clima, los ecosistemas y los propios seres humanos.
En palabras de Latouche, que rechaza el principio liberal del crecimiento como finalidad excluyente del quehacer económico, "la consigna del decrecimiento tiene como meta, sobre todo, insistir en abandonar el objetivo del crecimiento por el crecimiento".
Simplemente vivir. Latouche y Georgescu-Roegen ponen en términos científicos la célebre admonición del Mahatma Gandhi: "Necesitamos vivir simplemente para que otros puedan simplemente vivir".
Georgescu-Roegen articuló ese desafío con la presunta racionalidad del homo oeconomicus en su obra La entropía y el proceso económico (1971), en la cual excava los cimientos de la bioeconomía. Introduce en las ciencias económicas el concepto de entropía, que pertenece al segundo principio de la termodinámica: "La energía se conserva, pero se va degradando a medida que la entropía del sistema aumenta".
El economista rumano sostenía que cada flujo económico, de materia y de energía, produce una entropía que, al aumentar, significa pérdida de recursos útiles. Ponía como ejemplo que las materias primas empleadas para fabricar una computadora son fragmentadas y diseminadas por el planeta y es imposible reconstituir los minerales originales. Y la energía para elaborar los componentes se disipa para siempre. Los gobiernos y las multinacionales contraponen a ello el principio del desarrollo sustentable como presunta demostración de que se puede crecer en forma incesante sin destruir ecosistemas, lo cual es tan inconvincente como inocultable es el deterioro del medio ambiente.
Los fundamentos de la sociedad del crecimiento son la publicidad, el crédito y la obsolescencia planificada (que comenzó a ser aplicada a escala internacional en la década de 1950). Desde luego, contrastan con la utopía del "decrecimiento". Ninguna utopía es de fácil realización, sobre todo cuando se debe enfrentar a un tiempo el poderío económico, financiero y mediático de las multinacionales y la mediocridad de la clase política subordinada a las corporaciones.
Del "PIB verde" o la bioeconomía
Kuznets advirtió a los congresistas que “el bienestar de un país no puede ser deducido de la medida del rédito nacional”. Pero el PIB fue inmediatamente usado para eso. Juan F. Marguch.
29 de noviembre de 2010,